(El narrador se encontraba prisionero en una cárcel argentina en 1974).
Nico era chiquito y flaquito. Los barrotes de las rejas, escasamente distantes unos de otros y que nos separaban de nuestros familiares era helados. Allí nos agolpábamos (agolparse=s’entasser), casi unos sobre otros, cuando llegaban nuestros seres queridos.
Nicolas, de apenas tres años venia frecuentemente. Me miraba sin comprender por qué yo estaba del otro lado de los barrotes, por qué no podía estar con él. Imaginándose cosas horribles sobre nuestra vida carcelaria.
Los guardias eran brutales y bestiales. Pero había aquellos que en medio de la violencia infernal de una paliza deslizaban una mirada cómplice, aflojaban imperceptiblemente las trompadas (=retenir ses coups) (imperceptiblemente para los otros guardias y sus jefes, pero no para nosotros, atentos al menor gesto), los que se conmovían de nuestra situación y la de nuestras familias.
Acaso éste al que me refiero tuviera un hijo chiquito y flaco. El caso es que dejo pasar a mi Nico. « Solo un ratito » ; Un ratito ! Fue uno de los momentos más intensos de mi vida.
Le hice ver como vivíamos, la mesita donde yo me sentaba a escribirle las cartas que le enviaba todas las semanas, el inodoro, la ventana, las revistas, los libros.
De pronto vio una cucaracha (=un cafard) que se paseaba por el suelo y me dice :
-Papa, mátala. Le dije que era una amiga nuestra y que no hacía daño.
Después de unos minutos y ante el temor del guardia de que se descubriera su transgresión del reglamento, volví a pasar a Nico del otro lado.
Fue difícil pero necesario. Esa vivencia le permitió a mi hijo relegar sus fantasmas y vivir mi encarcelamiento con mayor tranquilidad. Pudo ver que nuestras condiciones materiales era menos truculentas (=effrayantes) que lo que se imaginaba. A lo largo de esos años y a medida que iba creciendo ese recuerdo le sirvió para soportar mejor la ausencia de su padre.
Algunas semanas más tarde cuando quise repetir la experiencia su cabecita había crecido y ya fue imposible hacerlo.
Me hubiera gustado tanto que la mía fuera más pequeña para pasar del otro lado! Pero la fuerza de mis convicciones y mis ansias de libertad nunca dejaron de estar del otro lado.
Los barrotes nunca lograron apresar mi espíritu.
Carlos Schmerkin, La paloma engomada, 2004