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Sujet du devoir :

Juan Marsé, Ronda del Guinardó, Capítulo 9 - Voir le devoir corrigé

Capítulo IX

(Rosita y el inspector están en el depósito del clínico para reconocer el cadáver)


El inspector alzó el borde de la sábana y Rosita miró cabizbaja y ceñuda1 como si fuera a embestir2.
– No es él – dijo inmediatamente.
– Acércate más.
– Que no es. Que no.
– Aún no le has mirado. ¡ Acércate, te digo !
Rosita obedeció, abrazando la capilla con fuerza. El intenso olor a amoníaco estimuló sus nervios.
Pero el muerto no la impresionó, no avivó en su mente la fogata3 ni el espanto. Miró de cerca el rostro magullado pero sereno de un hombre joven, bien peinado, con barba rala de tres o cuatro días. La boca inflada y entreabierta, con un frunce en el labio superior que la desfiguraba, dejaba ver una dentadura blanca y prieta, y los párpados de cera, semicerrados, sin pestañas, una mirada vidriosa y azul.
– Que no. Era mucho mayor, y más flaco.
– Está desfigurado. Mírale bien.
El inspector retiró un poco más el lienzo y descubrió los hombros y el pecho lampiño, deprimido. Rosita dio un respingo4 y apartó bruscamente la cara. El inspector captó el tufillo zorruno5 de su miedo y dijo:
« Sólo tienes que hacer un gesto con la cabeza ». Entonces vio, lo mismo que ella, los hematomas en los flancos, las erosiones y las quemaduras. Debajo de la tetilla, dos orificios limpios y simétricos soltaban una agüilla rosada. Los pies eran una pulpa machacada, sin uñas. « Vaya chapuza6 », pensó.
Empezó a discurrir7 rápidamente. Lanzó a la niña una mirada preventiva :
– Debió caerse desde muy alto – dijo, y volvió a taparlo8 hasta el cuello.
Ella no sabía adonde mirar. Se puso pálida.
– Déjeme ir. Por favor, déjeme ir...
Y en sus ojos contritos y extraviados, el inspector leyó su propio discurrir. Ninguna caída, ni desde la azotea9 más alta, podía haber causado este concienzudo descalabro10, esta aflicción de la carne.
– Esta mañana no le vi. Te habría evitado esto... – dijo el inspector –. ¿ Te sientes mal ?
Rosita asintió :
– Me quiero ir, haga el favor.
El estómago le rebrincaba y sentía resbalar las plantas de los pies en las sandalias de goma, que no conseguía despegar de la pringue de las baldosas11. Afirmó los brazos en torno a la capilla y aplastó la boca contra ella, inflando los carrillos. « En el pasillo, a la izquierda », se apresuró a indicarle el inspector, y ella logró moverse por fin y echó a correr.
Dejó la puerta abierta y volvió la cabeza creyendo que el inspector la seguía. Pero él no se movió.
Una vez solo, el inspector supo que no volvería a verla. Esperó hasta oír apagarse el chapoteo de las sandalias en el silencio del corredor, y luego apoyó ambas manos al borde de la camilla ; tensos los brazos, se inclinó muy despacio sobre el rostro del cadáver como si fuera a mirarse en el agua. Lo mismo da12, se dijo. La identidad real del difunto y la que ahora le otorgaba esa niña simplemente con venir a verle, dando así carpetazo13 a un error de la Brigada, al celo rabioso o a la negligencia de algún funcionario, le tenían por completo sin cuidado14. Y lo mismo debía ocurrirle a ella ; nada que no pudiera arreglarse con volver la cara y vomitar, siempre y cuando se tuviera estómago para hacerlo...
Consideró entonces la falacia15 ambulante que representaba la huérfana, la añagaza piadosa de su peregrinaje con la capilla, su solitaria ronda al borde del hambre y la prostitución y esta última e involuntaria aportación a la mentira : sólo con mirarle, enviaba a este infeliz al anonimato, enterrado bajo una espesa capa de cal16 en la pedregosa ladera de Montjuich17.


Juan Marsé, Ronda del Guinardó, 1984, capítulo IX