Hace mucho, muchísimo tiempo, cuando los ROM cruzaron los Pirineos, era invierno. Los caballos apenas podían arrastrar los carretas. La nieve cubría los valles y los montañas. Zindel, delgado, fuerte y de piel morena, era el hombre más respetado por todas las familias Rom. Ladislás, hijo de Zindel, miraba con sus grades ojos negros las grandes montañas, a su gente, a sus hermanos y tíos guiando los carretas. De pronto su padre dió orden de parar la caravana. Montaron un campamento para pasar la noche. Su madre y hermanas, junto con las otras mujeres, prepararon el fuego y la comida. Ladislás vamos a buscar leña. - Le dijo su abuelo - Al niño le gustaba ir con su abuelo, pués éste sabia muchas cosas, y le hablaba de cuando vivían en los agujeros de las montañas y todavía no conocían los caballos, y de los paises que había recorrido su familia. Y mientras su abuelo le enseñaba tantas casas, el tiempo se le pasaba volando. Habían pasado muchas lunas cuando un día, estando Ladislás y su abuelo en la carreta y viendo cómo la nieve se convertía en ríos de agua y cómo los campos pasaban de blanco a verde, Ladislás le preguntó: ¿Por qué no nos quedamos aquí? Y fué entonces cuando Tasa, que así se llamaba el abuelo, le explicó que su viaje había comenzado en un país muy lejano llamado la India. Que lo más importante era que toda la familia había estado junta, que tenían caballos para criar y vender, y que sabían trabajar como nadie el metal. Por eso no tenían de que preocuparse, podían comer y hasta comprar vestidos y collares. Luego, haciendo un gesto con la mano, invitó a su nieto a mirar hacia arriba a la vez que, emocionado, casi con lagrimas en los ojos, le decía: ¡ Nuestra casa es el mundo entero y nuestro techo el cielo y las estrellas ! Ladislás creía en su abuelo. Pensaba en lo feliz que era corriendo con su potro Nawar, pensaba en su familia que tanto le quería, y sabía que, si pasaba algo, eran muchos para defenderse. Esa noche Ladislás miró la luna, sonrió y durmió tranquilo.