Jimmy, un niño peruano de familia acomodada, estudia en el colegio inglés más selecto de Lima.
Pochi fue por un tiempo mi mejor amigo, y él no era ningún tonto, sabía que yo no quería revelar nuestra amistad frente a los matoncitos de la clase, sabía que en el colegio no debía hablarme demasiado ni estar mucho rato conmigo, aceptaba humildemente y sin rencores esa estúpida cobardía mía.
Yo nunca creí que Pochi fuese el ladrón que se robó la calculadora de David Powell. Pochi no era un ladrón, ¿para qué diablos querría además una calculadora, cuando todo lo que le importaba era el fútbol? Aquella tarde en el colegio, David Powell, el hijo del embajador inglés en Lima, un rubiecito engreído que nos miraba a los peruanos como si fuésemos vicuñas P denunció que le habían robado su calculadora, ¿Quién ha sido?, preguntaba el profesor de inglés, pero nadie por supuesto confesaba, así que sonó la campana de las tres, todo el colegio se fue
y nosotros nos quedamos en la clase. Nadie se va hasta que aparezca la calculadora, dijo el profesor Douglas.
Aquí está, García la tenía, anunció orgulloso el señor Guerrero cuando, ante la sorpresa del pobre Pochi, encontró la calculadora en la lonchera tantas veces saqueada del chico más feo y odiado de la clase. ¡Yo no he sido, alguien la ha metido ahí, yo no he sido, se lo juro, profesor Guerrero! gritó Pochi, y yo lo creí. Powell recuperó su calculadora, no sin antes dirigir una mirada arrogante y rencorosa a Pochi, los matoncitos de la clase sonrieron aliviados, todos pudimos irnos a nuestras casas, todos menos Pochi, que se quedó llorando, destruido, incapaz de convencer a nadie de que él no era un ladrón, pues todos, sobre todo los profesores ingleses, encontraban muy lógico que el niño más pobre de la clase tratase de robarle algo a uno de los alumnos más distinguidos, el hijo del embajador Powell. Pochi no regresó al colegio: lo expulsaron, no lo creyeron.
Lo encontré años después, una noche de verano que fui a ver un partido en el Carmelitas. Lo vi de lejos y sonreí: Pochi era el entrenador de un equipo que jugaba esa noche. Era todo un entrenador, su equipo ganó, al final me acerqué a mi viejo amigo Pochi García, el más feo de la clase pero sin duda también el más noble, y le di un abrazo. Camino a los vestuarios, llamó a una chica que estaba sentadita arriba, en la tribuna, y me la presentó, te presento a Susy, mi señora. Me encantó que la llamase así, mi señora. Pochi, al final, había conseguido lo que más soñaba cuando éramos amigos, ser entrenador y, algo que él creía imposible, tener sentadita en la tribuna, admirándolo, a Susy, su señora.